sábado, 4 de septiembre de 2010

LAS HOMILÍAS DE L.H.

Nota de advertencia: el siguiente post es de lo más impopular. No pienso disculparme. Sí espero arrepentirme.
Tengo una camiseta de Renault, una de McLaren y tres de Ferrari, gracias a la generosidad sobre todo de mi mujer, pero también de mi hermano y mis amigos. Cada camiseta se corresponde con una estancia de Alonso en cada una de esas escuderías: mi mujer sobre todo, pero también mi hermano y mis amigos braman por que Alonso no cambie nuevamente de equipo. Quiero decir que no soy eso que se ha dado en llamar en los foros de internet “antialonsista”; quiero decir, realmente, que soy un seguidor acérrimo de Fernando.
Por Fernando aquí estamos, menuda obviedad. La historia empezó en agosto de 2003, si la memoria no me falla, en el circuito de Hungaroring. No recuerdo la primera carrera de F1 que vi, pero fue alguna antes de esa en Hungría. Son ya, pues, siete años de F1, en los que Alonso abrió una puerta por la que salió el sopor de las sobremesas del domingo y entraron de golpe extraños anglicismos que enriquecieron nuestro léxico, con términos y expresiones como safty car, drive through, graining (jamás llegué a imaginar que un neumático pudiese tener graining), boxes o pole position. A Fernando le debo, especialmente, el que a veces me vea con guantes de cuero y gafas de sol al volante un testarrossa descapotable en cualquiera de esas curvas con resonancias míticas que dibujan Mónaco: Rascase, Loewe, Santa Devota.
Los primeros años fueron los más felices: las poles y victorias en un equipo que vende utilitarios, los récords de precocidad, los dos campeonatos y la actitud desafiante de un muchacho con escasos recursos en un país sin tradición automovilística. Con Schumacher vencido y retirado, nos faltaba el malo de la película. No se hizo esperar: se presentó en marzo de 2007, en el circuito Albert Park de Australia. Decía llamarse Lewis Hamilton, y en la salida de ese G.P, en la primera curva, el debutante adelantó al bicampeón. Una relación que empieza así está destinada al fracaso.
Hamilton es un británico exótico, un mulato con cara de niño, ojos felinos y mirada acerada. Su círculo tiene el aire circense que tanto conviene a la fama: un patrón protector archimillonario, un padre odioso, un hermano minusválido y una novia vertiginosa. También tiene el favor de sus jefes y cierta bula ante las altas instancias, entre otras cosas por tratarse de un británico en un deporte esencialmente británico. También –trago un poco de saliva- puede que sea el mejor piloto de la parrilla, realidad que se nos ha estado escamoteando durante años.
No conozco personalmente a los pilotos, aunque todos parecen compartir una marcada inclinación a la arrogancia, la misma que mostraría cualquier veinteañero forrado al que le pusieran entre sus manos un F1, y toda una descomunal infraestructura girase en torno a sus impulsos. Otro rasgo común consiste en poseer un ego como el tamaño de una catedral, que reluce como nunca tras cada batacazo; y es que estamos hablando del deporte (y tal vez de la profesión) con más posibilidades de exculpación que existe: mecánicos manazas, tuercas escurridizas, plafones voladores, estrategias de equipo erróneas, motores que se rompen, climatología caprichosa, compañeros ineptos, comisarios corruptos, accidentes inoportunos… Por el contrario, el éxito se identifica con la finura del piloto y sus habilidades chamánicas para la conducción. Hamilton y Alonso son así, no nos engañemos. Digo todo esto para relativizar un poco la imagen que desprende Alonso de piloto maltratado por las circunstancias, y por la absurda actitud maniquea que nos intenta inocular la prensa: Alonso es bueno buenísimo y Hamilton es un malo muy malvado, y como nos descuidemos, vendrá el padre de Lewis y nos comerá. No está de más añadir que Fernando no es culpable, pero pasaba por allí en asuntos tan poco decorosos como espionaje industrial (aquellos emails con De la Rosa), accidentes calculados (Piquet en Singapur) y órdenes de equipo (Ferrari-Massa). Frente a los efectistas sermones mediáticos que nos presentan a un piloto consentido y antipático, las homilías dominicales de Lewis, desde su púlpito plateado, atraen fieles en cada gran premio, y poco a poco somos ya unos cuantos los conversos a esta nueva fe.
En términos estrictamente deportivos, o les damos a todos el mismo coche o discutiremos eternamente quién es mejor. Para alcanzar la verdad, lo del mismo coche bastaría; para alimentar la pasión y el entretenimiento, que todo siga como está. Como nos podemos tirar toda la vida discutiendo y no es plan, prescindiré de argumentos y hablaré sólo de sensaciones. Últimamente deseo que Hamilton empiece las carreras lo más retrasado posible, no por verlo ahí atrás, sino porque eso y la lluvia parecen las únicas formas de espectáculo posible en la F1 (que pena lo de Montoya y Raikkonen). Luego está la sensación de que Hamilton ha ganado en dos circuitos muy especiales que Alonso no ha catado, el increíble óvalo de Indianápolis y esa maravilla asfaltada que es Spa. En la última carrera, precisamente en Spa, tuve la sensación de estar viendo a un piloto de leyenda. ¿Cuántos mundiales alcanzará Hamilton si Alonso no lo impide?
Y luego la última sensación, la más escalofriante y viva de todas, la que experimento cuando abro el armario y veo de reojo esas psicodélicas hombreras con agallas naranjas en mi camiseta de McLaren de 2007, la que siempre pensé que era la camiseta del primer y único año de Alonso en ese equipo, cuando en realidad se trata de la camiseta con la que debutó Lewis Hamilton en la F1.

2 comentarios:

  1. AAAAAAaaaaaayyyyyy amigo... Va a ser que Alonso no es tan bueno como nos lo pinta la visión sesgada y parcial del "calvo" de la sexta, otrora de telecinco. Por otra parte ha sido bicampeón del mundo, ¿Pasó su tiempo? ¿Las nuevas generaciones vienen pisando fuerte? No soy antialonsista, es más me voy al GP de Monza a verlo.
    Raúl.

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