jueves, 11 de marzo de 2010

FÚTBOL

ORÍGENES
Al principio, dicen, fue el balón; luego vino todo lo demás. El juego lo inventaron los ingleses aunque hay quien apunta a un origen florentino, lo cual equivale a sazonar un guiso rudo con algo de arte. Qué gran madre sería Florencia para el fútbol.
EL INOCENTE REGALO DE MI ABUELO
Yo hubiese podido ser del Betis, pero una talla demasiado pequeña de la equipación lo evitó. Eran los tiempos de Gordillo con el tres a la espalda, a principios de los ochenta; en las camisetas de algodón se apreciaban las costuras del escudo y los calzones eran tan cortos que rozaban la impudicia. El Betis, con Cardeñosa, Rincón, Gordillo y Esnaola, tenía un equipo puntero. Mi abuelo, fanático del Betis, compró una equipación para niños en una tienda cerca de su casa. Todavía recuerdo la caja de cartón dentro de la que encontré aquellas barras verdiblancas. No era mi talla, pero a mi hermano Manolín le quedaba bien. Mi padre, viendo lo que podía ocurrirle a sus dos hijos (lo de Manolín ya no tuvo remedio), se apresuró a comprarme la equipación del Real Madrid, de una blancura refulgente, pura e inmaculada. Son regalos que no deben tomarse a la ligera, porque sus consecuencias son irreversibles: Manolín, desde entonces, vive angustias domingueras que alguna vez terminan en drama a final de temporada, y en el mejor de los escenarios celebra un título cada veintitantos años. Mis angustias se centran en seguir acumulando Copas de Europa. Es indiscutiblemente más poético ser del Betis, y yo soy un tipo raro: de vez en cuando, sin haberlo confesado hasta ahora, lamento que esas hermosas barras verdiblancas no hubiesen sido de mi talla.
MIS EQUIPOS
No se puede cambiar de equipo. Es algo que alguna vez debiera estudiarse, que nadie entiende, pero que todos damos por sentado: va contra los sentimientos más fuertes y primitivos del ser humano.
Soy, pues, del Madrid, un equipo antipático para todos los que no lo siguen. El Madrid es la medida de todas las cosas, y el fútbol se divide en madridistas y antimadridistas. Luego, soy del Betis, no creo que haya que explicarlo mucho: ando últimamente amargado mirando resultados de la Segunda división. Otro equipo que me cae bien es el Athletic: fútbol puro, barro, lluvia, épica y charm inglés. La verdadera esencia del fútbol es defender un espacio y una idea a través del juego; en ningún equipo se debe tener un sentido de pertenencia tan alto como en el Athletic. De niño, solo un traidor es capaz de jugar en el equipo de otro barrio que no sea el suyo, o de defender el orgullo de un colegio ajeno; traidor es el que dejaba su clase de 5º B para jugar con los de 5º C: se aceptaba la derrota antes que celebrar una victoria rodeado de enemigos. El fútbol ahora es tan global como internet, y un puñado de rusos, españoles, holandeses y franceses pueden representar al Arsenal inglés o a la Juventus italiana. Cuando el Madrid gana al Atlético ningún jugador siente lo que Raúl, Casillas o Guti: el gustazo de jorobar al vecino de toda la vida. En el Athletic, ese gustazo es colectivo, afecta a todos, y se repite cada año; en contra, jugar en el Athletic prestigia menos y no te convierte en un archimillonario anunciante de calzoncillos, pero ya sabemos que la felicidad nunca es completa. Sólo una crítica: un niño de Camerún, o de Palencia, o de cualquier otro rincón que llegue a Lezama con nueve años, a los veinte es tan vasco como el Lehendakari.
Fuera de España me gustan el Liverpool y la Vieja Señora juventina, tan rancia, tan tramposa, tan descarada y fría. Mi espíritu contradictorio se manifiesta en casos como estos: soy supporter del Liverpool y tifo por la Juve, pero en Inglaterra jugaría en el Arsenal o el Chelsea porque me pierde Londres, y en Italia solo jugaría en la Bienamada (Inter de Milán) porque me pierde la estética: no hay camiseta de fútbol piú bella en el mundo que la neroazurri del Inter.
De las Selecciones nacionales, dejando España a un lado, simpatizo con Holanda (han hecho mucho por el fútbol y el fútbol ha hecho muy poco por ellos) e Inglaterra (cuando juegan, es una manía mía sin pies ni cabezas, veo a Chesterton, a Thomas de Quincey, la lluvia londinense y el té a las cinco; sé que podría ver otras cosas, pero soy incapaz). Me cae muy mal Brasil, para compensar lo del Madrid.
Y una última confesión. Si hubiese podido elegir, yo sería del Barcelona: periféricos, acomplejados, instalados en la ciudad más increíble de España, con una filosofía muy desarrollada del fútbol como espectáculo y con la segunda camiseta más bonita del mundo.
CUANDO FUI FUTBOLISTA
El primer partido que recuerdo fue en la azotea de mi casa, vestido del Madrid, regordete y enano, con unos cuatro o cinco años. Uno contra uno. Enfrente Rafalín vestido del Barcelona, espigado y flaco, unos doce o trece años, hijo de El Titi, un redero noble con boca de sapo. Fue un partido de ida y vuelta, idóneo para escoger que quería ser yo en el fútbol porque tuve que hacer de portero, lateral, medio, extremo y centro-delantero al mismo tiempo. La cosa se resolvió con un tanteo de 100-1 a favor de Rafalín, pero ese día fue el que más cosas aprendí en la vida. Terminamos el partido y la cara de perdedor la llevaba él: aquello no tenía otra historia que la de evitar que un pequeñajo con dientes de leche en fase de muda marcase un solo gol a un adolescente con granos en fase embrionaria. Y marqué. Había una zona cerca de su portería con algo de verdín que mi culo se empeñó en probar varias veces, manchando de épica mis blancas y madridistas posaderas. Rafalín se resbaló una vez, pero fue suficiente: tardaría muchos años en tener un orgasmo (no diré cuantos, eso son cosas del Fontaneda y uno de sus blogs), pero hasta ese entonces, el gol que le marqué a Rafalín ocupó un puesto de honor entre mis éxtasis juveniles. Rafalín me enseñó el valor de la inteligencia, que una humillante derrota puede venderse como una gran victoria, y que aquel trozo de azotea afeado por la humedad no era ni más ni menos que la mismísima honda de David.
Luego vinieron cientos de partidos más, dando bandazos del encumbramiento al bochorno. Ello sería materia para un libro, pero que nadie me pregunte si voy a escribirlo algún día. Empecé en el fútbol perdiendo 100-1 y me sobrepuse. En cierta forma, ya estaba preparado para encarar la vida.
DELANTERO-PORTERO.
Yo jugaba de delantero, la demarcación en la que mejor se administran los abrazos: era una chaval con muchas ganas de recibirlos y muy pocas de darlos. El delantero es un tipo ambicioso inclinado a atracones de gloria y recolector de portadas de prensa deportiva, un egoísta que no entiende que el gol es consecuencia de una indescifrable concatenación de efectos y causas. El delantero es un ególatra que salta al campo pensando en la celebración de su próximo éxito, que la mayor de las veces deambula por el césped con aire despistado y cuyo único interés es estar en el sitio adecuado a la hora convenida. El delantero, en fin, es alguien imprescindible en el fútbol, porque su relación con el juego trasciende lo terrenal y vive flirteando con las esencias: goles son amores.
Con el tiempo aprendí trucos del oficio, y me gane cierta fama de oportunista buscavidas apareciendo en casi todos los rechaces únicamente para empujarla. Todo un don poco apreciado. De vez en cuando, para descansar de mí mismo y con el sadismo del que quiere conocer qué sienten sus víctimas, me ponía un rato de portero. Años más tarde, con un físico maltrecho y una pierna y una rodilla para el desguace, en vez de retirarme por la banda decidí atravesar el campo de espaldas, hasta que me instalé definitivamente con gorra y guantes debajo del larguero. Fueron años bonitos. Años más tarde de esos años más tarde, con trabajo y responsabilidades, la práctica del fútbol se convierte en un acto irresponsable, y los partidos con amigos se espacian en el tiempo cada vez más, porque los amigos también son responsables que no admiten irresponsabilidades, y el balón en torno al que giraban nuestras vidas ahora es un pequeño satélite que vemos por televisión. Sin embargo, yo sigo soñando fútbol.
No existe demarcación más literaria que la de portero. Camus fue portero. Alberti le dedicó una oda a un portero. Miguel Hernández, muy dado a las elegías, le dedicó una al portero. Peter Handke escribió “El miedo del portero ante el penalti”, una novela extraña que narra la vida no menos extraña de un portero. Al portero se le permite usar las manos, despierta sospechas y levanta murmullos cuando la juega con los pies, tiene como misión evitar lo que todos desean, es el responsable público de las derrotas y si es un fuera de serie, ayuda a conseguir un empate o una victoria. Suele ser el encargado de doblar el espinazo para recoger el balón del fondo de la red, es protagonista de ridículos espantosos y su cara desencajada es carne de primer plano cada vez que encaja un gol. Cuando un niño no sabe jugar al fútbol lo ponen de portero, y en cualquier pachanga es un puesto provisional y rotatorio.
A mi me encanta ser portero.

LITERATURA Y FÚTBOL
Aquí me apoyarán en corto Valdano y Santiago Segurola, que no piensan que fútbol y literatura deban darse la espalda. Para Valdano, el fútbol es “el primer productor de conversación del mundo”, y en sus comienzos la mayoría de las hazañas futboleras llegaban a las casas a través de la radio y las crónicas de prensa. Santiago Segurola no entiende “por qué los intelectuales han dado la espalda a un fenómeno que estaba presente en cada minuto de la vida de la gente. Un intelectual que no logra interesarse en lo que le preocupa a la gente no es un intelectual".
La gran novela sobre el fútbol aún no se ha escrito, entre otras cosas por creer que a la literatura la definen los temas y no la forma en que éstos son tratados. No existen temas o asuntos literarios, se puede hacer literatura sobre cualquier cosa. Ya lo dijo Oscar Wilde en el prefacio de “El retrato de Dorian Gray: Books are well written, or badly written. That is all.
El primer libro de fútbol que leí fue hace muchos años, lo tome a préstamo en la Casa de la Cultura de El Puerto donde estaba la antigua Biblioteca Municipal. No recuerdo el título, sé que tenía tapas duras de color rojo, que trataba sobre todas las tácticas habidas y por haber a lo largo de la historia, y que debió operar en mí una especie de encantamiento geométrico porque desde entonces no logro olvidar la formación WM que ideó Chapman, insigne entrenador del Arsenal, y que sirvió a Alemania para ganar el Mundial del 54. A éste le siguieron otros muchos libros, pero quiero destacar tres por encima de todos: “El fútbol a sol y sombra” (Eduardo Galeano), Dios es redondo (Juan Villoro) e Historias del Calcio (Enric González).

MIS SUEÑOS
"Confieso que es muy rara la noche que no sueño con goles espectaculares, hermosos y míos." (Jorge Valdano)
Pasa algunas noches que cierro los ojos y vuelo sobre el estadio lleno, iluminado, dividido en dos colores, cuarenta mil de rojo que van con España, cuarenta mil de amarillo, mal fario, brasileños. Es la final del Mundial de un año cualquiera, minuto 89, cero a cero, o tres a tres, nos vamos a la prórroga. Ya nadie se tiene en pie. Lo narra Manolo Lama, la voz quebrada por el sufrimiento de casi un siglo buscando oro. La Copa del Mundo brilla en el palco, la que besó Maradona siendo yo niño en el 86. La tiene el Joze, porterazo, más blanco que de costumbre, pero con mucho aplomo la saca mansita en corto, como nos gusta, hacia Josele, en el lateral derecho. El Josele lleva un partido de lo más aseado, tiene aburrido al extremo zurdo brasileño, un gambetista zambo que gravita con cada recorte. El Josele controla con la diestra, levanta la cabeza y saca el pecho, toca en corto al Raúl Marro, siruelense de adopción, mariscal con el centro de gravedad bajo, camisa por fuera a lo Baresi y la jugada perfilada en la cabeza; avanza unos metros hasta que se topa con el delantero que presiona la salida de la jugada, pega un grito y se acerca Paco apoyando. El Paco, un bohemio de gemelos hercúleos, habita en la izquierda porque el universo del fútbol se contrae para él, necesita un espacio chiquito que cerque su dispersión. El Daneri corre a socorrerle, Paco lo ve venir y la suelta. El Daneri, sureño sufrido, eficaz tamborilero de campaña que toca a rebato y trajina las emociones del equipo a su antojo, se anticipa a dos contrarios, los contiene con los brazos abiertos, la devuelve a Marro, éste abre a Josele, se adentra por banda derecha, llega a la altura del mediocampo donde se la pide el Lolo con su último aliento de nicotina. Santi, Marcos y Carlos animan desde el banco; el primero lesionado por culpa de afanosos empeños; el segundo fundido por un mal de altura; el tercero, recién doctorado en fútbol, nos entrena al resto. El Lolo manda el balón raso hacia el lugar donde residen los dioses del fútbol, la línea de tres cuartos, y allí esta Gerardo pensando en el maestro Gutiérrez. El Gerardo, de espaldas a la portería, encimado por su marcador, abre las piernas y deja pasar el balón. Los españoles en la grada se quedan pálidos, temen temeridades quedando un suspiro para el final. El alcarreño, anguilita enjuta de astucia infinita, se revuelve, el balón también pasa por debajo de las piernas de su pasmado marcador, recoge la pelota de frente a la portería, mira a la izquierda y con el exterior del pie abre a la derecha, donde Miguel Ángel, un jovencito con piernas de alambre y abdomen de guerrero, agarra el balón y se lo pega a la puntera, dribla a dos contrarios, llega a la línea de fondo y retrasa al vértice del área grande, donde espera Manolín, gran temporada en el Betis, torero sobre albero verde, la centra suave al primer palo a la cabeza del Raúl Espinosa, que ha atravesado el campo contrarreloj, acompañando la jugada bajo prescripción facultativa, salta como un canguro australiano y peina al segundo palo. El portero brasileño está vendido. El balón me llega a la altura del pecho, y es tiempo para el adorno y la gloria: me volteo de espaldas y la clavo de chilena con la pierna derecha. El balón atraviesa la portería, la grada, las vidas de la gente, y el estadio es la gran almohada en la que construyo el sueño. Mis amigos me abrazan, la afición llora, María José me lanza un beso desde la tribuna, el mundo a nuestros pies.

Lo dijo Benedetti mucho antes y mucho mejor que yo:
“Nunca se lo he confesado a nadie, dijo Benja pocos días más tarde mientras desayunaban en la cocina, pero a vos quiero contártelo. Tengo sueños, ¿sabés? Todos tenemos, dijo Ale. Sí, pero los míos son sueños de fútbol.”