sábado, 4 de septiembre de 2010

LAS HOMILÍAS DE L.H.

Nota de advertencia: el siguiente post es de lo más impopular. No pienso disculparme. Sí espero arrepentirme.
Tengo una camiseta de Renault, una de McLaren y tres de Ferrari, gracias a la generosidad sobre todo de mi mujer, pero también de mi hermano y mis amigos. Cada camiseta se corresponde con una estancia de Alonso en cada una de esas escuderías: mi mujer sobre todo, pero también mi hermano y mis amigos braman por que Alonso no cambie nuevamente de equipo. Quiero decir que no soy eso que se ha dado en llamar en los foros de internet “antialonsista”; quiero decir, realmente, que soy un seguidor acérrimo de Fernando.
Por Fernando aquí estamos, menuda obviedad. La historia empezó en agosto de 2003, si la memoria no me falla, en el circuito de Hungaroring. No recuerdo la primera carrera de F1 que vi, pero fue alguna antes de esa en Hungría. Son ya, pues, siete años de F1, en los que Alonso abrió una puerta por la que salió el sopor de las sobremesas del domingo y entraron de golpe extraños anglicismos que enriquecieron nuestro léxico, con términos y expresiones como safty car, drive through, graining (jamás llegué a imaginar que un neumático pudiese tener graining), boxes o pole position. A Fernando le debo, especialmente, el que a veces me vea con guantes de cuero y gafas de sol al volante un testarrossa descapotable en cualquiera de esas curvas con resonancias míticas que dibujan Mónaco: Rascase, Loewe, Santa Devota.
Los primeros años fueron los más felices: las poles y victorias en un equipo que vende utilitarios, los récords de precocidad, los dos campeonatos y la actitud desafiante de un muchacho con escasos recursos en un país sin tradición automovilística. Con Schumacher vencido y retirado, nos faltaba el malo de la película. No se hizo esperar: se presentó en marzo de 2007, en el circuito Albert Park de Australia. Decía llamarse Lewis Hamilton, y en la salida de ese G.P, en la primera curva, el debutante adelantó al bicampeón. Una relación que empieza así está destinada al fracaso.
Hamilton es un británico exótico, un mulato con cara de niño, ojos felinos y mirada acerada. Su círculo tiene el aire circense que tanto conviene a la fama: un patrón protector archimillonario, un padre odioso, un hermano minusválido y una novia vertiginosa. También tiene el favor de sus jefes y cierta bula ante las altas instancias, entre otras cosas por tratarse de un británico en un deporte esencialmente británico. También –trago un poco de saliva- puede que sea el mejor piloto de la parrilla, realidad que se nos ha estado escamoteando durante años.
No conozco personalmente a los pilotos, aunque todos parecen compartir una marcada inclinación a la arrogancia, la misma que mostraría cualquier veinteañero forrado al que le pusieran entre sus manos un F1, y toda una descomunal infraestructura girase en torno a sus impulsos. Otro rasgo común consiste en poseer un ego como el tamaño de una catedral, que reluce como nunca tras cada batacazo; y es que estamos hablando del deporte (y tal vez de la profesión) con más posibilidades de exculpación que existe: mecánicos manazas, tuercas escurridizas, plafones voladores, estrategias de equipo erróneas, motores que se rompen, climatología caprichosa, compañeros ineptos, comisarios corruptos, accidentes inoportunos… Por el contrario, el éxito se identifica con la finura del piloto y sus habilidades chamánicas para la conducción. Hamilton y Alonso son así, no nos engañemos. Digo todo esto para relativizar un poco la imagen que desprende Alonso de piloto maltratado por las circunstancias, y por la absurda actitud maniquea que nos intenta inocular la prensa: Alonso es bueno buenísimo y Hamilton es un malo muy malvado, y como nos descuidemos, vendrá el padre de Lewis y nos comerá. No está de más añadir que Fernando no es culpable, pero pasaba por allí en asuntos tan poco decorosos como espionaje industrial (aquellos emails con De la Rosa), accidentes calculados (Piquet en Singapur) y órdenes de equipo (Ferrari-Massa). Frente a los efectistas sermones mediáticos que nos presentan a un piloto consentido y antipático, las homilías dominicales de Lewis, desde su púlpito plateado, atraen fieles en cada gran premio, y poco a poco somos ya unos cuantos los conversos a esta nueva fe.
En términos estrictamente deportivos, o les damos a todos el mismo coche o discutiremos eternamente quién es mejor. Para alcanzar la verdad, lo del mismo coche bastaría; para alimentar la pasión y el entretenimiento, que todo siga como está. Como nos podemos tirar toda la vida discutiendo y no es plan, prescindiré de argumentos y hablaré sólo de sensaciones. Últimamente deseo que Hamilton empiece las carreras lo más retrasado posible, no por verlo ahí atrás, sino porque eso y la lluvia parecen las únicas formas de espectáculo posible en la F1 (que pena lo de Montoya y Raikkonen). Luego está la sensación de que Hamilton ha ganado en dos circuitos muy especiales que Alonso no ha catado, el increíble óvalo de Indianápolis y esa maravilla asfaltada que es Spa. En la última carrera, precisamente en Spa, tuve la sensación de estar viendo a un piloto de leyenda. ¿Cuántos mundiales alcanzará Hamilton si Alonso no lo impide?
Y luego la última sensación, la más escalofriante y viva de todas, la que experimento cuando abro el armario y veo de reojo esas psicodélicas hombreras con agallas naranjas en mi camiseta de McLaren de 2007, la que siempre pensé que era la camiseta del primer y único año de Alonso en ese equipo, cuando en realidad se trata de la camiseta con la que debutó Lewis Hamilton en la F1.

jueves, 11 de marzo de 2010

FÚTBOL

ORÍGENES
Al principio, dicen, fue el balón; luego vino todo lo demás. El juego lo inventaron los ingleses aunque hay quien apunta a un origen florentino, lo cual equivale a sazonar un guiso rudo con algo de arte. Qué gran madre sería Florencia para el fútbol.
EL INOCENTE REGALO DE MI ABUELO
Yo hubiese podido ser del Betis, pero una talla demasiado pequeña de la equipación lo evitó. Eran los tiempos de Gordillo con el tres a la espalda, a principios de los ochenta; en las camisetas de algodón se apreciaban las costuras del escudo y los calzones eran tan cortos que rozaban la impudicia. El Betis, con Cardeñosa, Rincón, Gordillo y Esnaola, tenía un equipo puntero. Mi abuelo, fanático del Betis, compró una equipación para niños en una tienda cerca de su casa. Todavía recuerdo la caja de cartón dentro de la que encontré aquellas barras verdiblancas. No era mi talla, pero a mi hermano Manolín le quedaba bien. Mi padre, viendo lo que podía ocurrirle a sus dos hijos (lo de Manolín ya no tuvo remedio), se apresuró a comprarme la equipación del Real Madrid, de una blancura refulgente, pura e inmaculada. Son regalos que no deben tomarse a la ligera, porque sus consecuencias son irreversibles: Manolín, desde entonces, vive angustias domingueras que alguna vez terminan en drama a final de temporada, y en el mejor de los escenarios celebra un título cada veintitantos años. Mis angustias se centran en seguir acumulando Copas de Europa. Es indiscutiblemente más poético ser del Betis, y yo soy un tipo raro: de vez en cuando, sin haberlo confesado hasta ahora, lamento que esas hermosas barras verdiblancas no hubiesen sido de mi talla.
MIS EQUIPOS
No se puede cambiar de equipo. Es algo que alguna vez debiera estudiarse, que nadie entiende, pero que todos damos por sentado: va contra los sentimientos más fuertes y primitivos del ser humano.
Soy, pues, del Madrid, un equipo antipático para todos los que no lo siguen. El Madrid es la medida de todas las cosas, y el fútbol se divide en madridistas y antimadridistas. Luego, soy del Betis, no creo que haya que explicarlo mucho: ando últimamente amargado mirando resultados de la Segunda división. Otro equipo que me cae bien es el Athletic: fútbol puro, barro, lluvia, épica y charm inglés. La verdadera esencia del fútbol es defender un espacio y una idea a través del juego; en ningún equipo se debe tener un sentido de pertenencia tan alto como en el Athletic. De niño, solo un traidor es capaz de jugar en el equipo de otro barrio que no sea el suyo, o de defender el orgullo de un colegio ajeno; traidor es el que dejaba su clase de 5º B para jugar con los de 5º C: se aceptaba la derrota antes que celebrar una victoria rodeado de enemigos. El fútbol ahora es tan global como internet, y un puñado de rusos, españoles, holandeses y franceses pueden representar al Arsenal inglés o a la Juventus italiana. Cuando el Madrid gana al Atlético ningún jugador siente lo que Raúl, Casillas o Guti: el gustazo de jorobar al vecino de toda la vida. En el Athletic, ese gustazo es colectivo, afecta a todos, y se repite cada año; en contra, jugar en el Athletic prestigia menos y no te convierte en un archimillonario anunciante de calzoncillos, pero ya sabemos que la felicidad nunca es completa. Sólo una crítica: un niño de Camerún, o de Palencia, o de cualquier otro rincón que llegue a Lezama con nueve años, a los veinte es tan vasco como el Lehendakari.
Fuera de España me gustan el Liverpool y la Vieja Señora juventina, tan rancia, tan tramposa, tan descarada y fría. Mi espíritu contradictorio se manifiesta en casos como estos: soy supporter del Liverpool y tifo por la Juve, pero en Inglaterra jugaría en el Arsenal o el Chelsea porque me pierde Londres, y en Italia solo jugaría en la Bienamada (Inter de Milán) porque me pierde la estética: no hay camiseta de fútbol piú bella en el mundo que la neroazurri del Inter.
De las Selecciones nacionales, dejando España a un lado, simpatizo con Holanda (han hecho mucho por el fútbol y el fútbol ha hecho muy poco por ellos) e Inglaterra (cuando juegan, es una manía mía sin pies ni cabezas, veo a Chesterton, a Thomas de Quincey, la lluvia londinense y el té a las cinco; sé que podría ver otras cosas, pero soy incapaz). Me cae muy mal Brasil, para compensar lo del Madrid.
Y una última confesión. Si hubiese podido elegir, yo sería del Barcelona: periféricos, acomplejados, instalados en la ciudad más increíble de España, con una filosofía muy desarrollada del fútbol como espectáculo y con la segunda camiseta más bonita del mundo.
CUANDO FUI FUTBOLISTA
El primer partido que recuerdo fue en la azotea de mi casa, vestido del Madrid, regordete y enano, con unos cuatro o cinco años. Uno contra uno. Enfrente Rafalín vestido del Barcelona, espigado y flaco, unos doce o trece años, hijo de El Titi, un redero noble con boca de sapo. Fue un partido de ida y vuelta, idóneo para escoger que quería ser yo en el fútbol porque tuve que hacer de portero, lateral, medio, extremo y centro-delantero al mismo tiempo. La cosa se resolvió con un tanteo de 100-1 a favor de Rafalín, pero ese día fue el que más cosas aprendí en la vida. Terminamos el partido y la cara de perdedor la llevaba él: aquello no tenía otra historia que la de evitar que un pequeñajo con dientes de leche en fase de muda marcase un solo gol a un adolescente con granos en fase embrionaria. Y marqué. Había una zona cerca de su portería con algo de verdín que mi culo se empeñó en probar varias veces, manchando de épica mis blancas y madridistas posaderas. Rafalín se resbaló una vez, pero fue suficiente: tardaría muchos años en tener un orgasmo (no diré cuantos, eso son cosas del Fontaneda y uno de sus blogs), pero hasta ese entonces, el gol que le marqué a Rafalín ocupó un puesto de honor entre mis éxtasis juveniles. Rafalín me enseñó el valor de la inteligencia, que una humillante derrota puede venderse como una gran victoria, y que aquel trozo de azotea afeado por la humedad no era ni más ni menos que la mismísima honda de David.
Luego vinieron cientos de partidos más, dando bandazos del encumbramiento al bochorno. Ello sería materia para un libro, pero que nadie me pregunte si voy a escribirlo algún día. Empecé en el fútbol perdiendo 100-1 y me sobrepuse. En cierta forma, ya estaba preparado para encarar la vida.
DELANTERO-PORTERO.
Yo jugaba de delantero, la demarcación en la que mejor se administran los abrazos: era una chaval con muchas ganas de recibirlos y muy pocas de darlos. El delantero es un tipo ambicioso inclinado a atracones de gloria y recolector de portadas de prensa deportiva, un egoísta que no entiende que el gol es consecuencia de una indescifrable concatenación de efectos y causas. El delantero es un ególatra que salta al campo pensando en la celebración de su próximo éxito, que la mayor de las veces deambula por el césped con aire despistado y cuyo único interés es estar en el sitio adecuado a la hora convenida. El delantero, en fin, es alguien imprescindible en el fútbol, porque su relación con el juego trasciende lo terrenal y vive flirteando con las esencias: goles son amores.
Con el tiempo aprendí trucos del oficio, y me gane cierta fama de oportunista buscavidas apareciendo en casi todos los rechaces únicamente para empujarla. Todo un don poco apreciado. De vez en cuando, para descansar de mí mismo y con el sadismo del que quiere conocer qué sienten sus víctimas, me ponía un rato de portero. Años más tarde, con un físico maltrecho y una pierna y una rodilla para el desguace, en vez de retirarme por la banda decidí atravesar el campo de espaldas, hasta que me instalé definitivamente con gorra y guantes debajo del larguero. Fueron años bonitos. Años más tarde de esos años más tarde, con trabajo y responsabilidades, la práctica del fútbol se convierte en un acto irresponsable, y los partidos con amigos se espacian en el tiempo cada vez más, porque los amigos también son responsables que no admiten irresponsabilidades, y el balón en torno al que giraban nuestras vidas ahora es un pequeño satélite que vemos por televisión. Sin embargo, yo sigo soñando fútbol.
No existe demarcación más literaria que la de portero. Camus fue portero. Alberti le dedicó una oda a un portero. Miguel Hernández, muy dado a las elegías, le dedicó una al portero. Peter Handke escribió “El miedo del portero ante el penalti”, una novela extraña que narra la vida no menos extraña de un portero. Al portero se le permite usar las manos, despierta sospechas y levanta murmullos cuando la juega con los pies, tiene como misión evitar lo que todos desean, es el responsable público de las derrotas y si es un fuera de serie, ayuda a conseguir un empate o una victoria. Suele ser el encargado de doblar el espinazo para recoger el balón del fondo de la red, es protagonista de ridículos espantosos y su cara desencajada es carne de primer plano cada vez que encaja un gol. Cuando un niño no sabe jugar al fútbol lo ponen de portero, y en cualquier pachanga es un puesto provisional y rotatorio.
A mi me encanta ser portero.

LITERATURA Y FÚTBOL
Aquí me apoyarán en corto Valdano y Santiago Segurola, que no piensan que fútbol y literatura deban darse la espalda. Para Valdano, el fútbol es “el primer productor de conversación del mundo”, y en sus comienzos la mayoría de las hazañas futboleras llegaban a las casas a través de la radio y las crónicas de prensa. Santiago Segurola no entiende “por qué los intelectuales han dado la espalda a un fenómeno que estaba presente en cada minuto de la vida de la gente. Un intelectual que no logra interesarse en lo que le preocupa a la gente no es un intelectual".
La gran novela sobre el fútbol aún no se ha escrito, entre otras cosas por creer que a la literatura la definen los temas y no la forma en que éstos son tratados. No existen temas o asuntos literarios, se puede hacer literatura sobre cualquier cosa. Ya lo dijo Oscar Wilde en el prefacio de “El retrato de Dorian Gray: Books are well written, or badly written. That is all.
El primer libro de fútbol que leí fue hace muchos años, lo tome a préstamo en la Casa de la Cultura de El Puerto donde estaba la antigua Biblioteca Municipal. No recuerdo el título, sé que tenía tapas duras de color rojo, que trataba sobre todas las tácticas habidas y por haber a lo largo de la historia, y que debió operar en mí una especie de encantamiento geométrico porque desde entonces no logro olvidar la formación WM que ideó Chapman, insigne entrenador del Arsenal, y que sirvió a Alemania para ganar el Mundial del 54. A éste le siguieron otros muchos libros, pero quiero destacar tres por encima de todos: “El fútbol a sol y sombra” (Eduardo Galeano), Dios es redondo (Juan Villoro) e Historias del Calcio (Enric González).

MIS SUEÑOS
"Confieso que es muy rara la noche que no sueño con goles espectaculares, hermosos y míos." (Jorge Valdano)
Pasa algunas noches que cierro los ojos y vuelo sobre el estadio lleno, iluminado, dividido en dos colores, cuarenta mil de rojo que van con España, cuarenta mil de amarillo, mal fario, brasileños. Es la final del Mundial de un año cualquiera, minuto 89, cero a cero, o tres a tres, nos vamos a la prórroga. Ya nadie se tiene en pie. Lo narra Manolo Lama, la voz quebrada por el sufrimiento de casi un siglo buscando oro. La Copa del Mundo brilla en el palco, la que besó Maradona siendo yo niño en el 86. La tiene el Joze, porterazo, más blanco que de costumbre, pero con mucho aplomo la saca mansita en corto, como nos gusta, hacia Josele, en el lateral derecho. El Josele lleva un partido de lo más aseado, tiene aburrido al extremo zurdo brasileño, un gambetista zambo que gravita con cada recorte. El Josele controla con la diestra, levanta la cabeza y saca el pecho, toca en corto al Raúl Marro, siruelense de adopción, mariscal con el centro de gravedad bajo, camisa por fuera a lo Baresi y la jugada perfilada en la cabeza; avanza unos metros hasta que se topa con el delantero que presiona la salida de la jugada, pega un grito y se acerca Paco apoyando. El Paco, un bohemio de gemelos hercúleos, habita en la izquierda porque el universo del fútbol se contrae para él, necesita un espacio chiquito que cerque su dispersión. El Daneri corre a socorrerle, Paco lo ve venir y la suelta. El Daneri, sureño sufrido, eficaz tamborilero de campaña que toca a rebato y trajina las emociones del equipo a su antojo, se anticipa a dos contrarios, los contiene con los brazos abiertos, la devuelve a Marro, éste abre a Josele, se adentra por banda derecha, llega a la altura del mediocampo donde se la pide el Lolo con su último aliento de nicotina. Santi, Marcos y Carlos animan desde el banco; el primero lesionado por culpa de afanosos empeños; el segundo fundido por un mal de altura; el tercero, recién doctorado en fútbol, nos entrena al resto. El Lolo manda el balón raso hacia el lugar donde residen los dioses del fútbol, la línea de tres cuartos, y allí esta Gerardo pensando en el maestro Gutiérrez. El Gerardo, de espaldas a la portería, encimado por su marcador, abre las piernas y deja pasar el balón. Los españoles en la grada se quedan pálidos, temen temeridades quedando un suspiro para el final. El alcarreño, anguilita enjuta de astucia infinita, se revuelve, el balón también pasa por debajo de las piernas de su pasmado marcador, recoge la pelota de frente a la portería, mira a la izquierda y con el exterior del pie abre a la derecha, donde Miguel Ángel, un jovencito con piernas de alambre y abdomen de guerrero, agarra el balón y se lo pega a la puntera, dribla a dos contrarios, llega a la línea de fondo y retrasa al vértice del área grande, donde espera Manolín, gran temporada en el Betis, torero sobre albero verde, la centra suave al primer palo a la cabeza del Raúl Espinosa, que ha atravesado el campo contrarreloj, acompañando la jugada bajo prescripción facultativa, salta como un canguro australiano y peina al segundo palo. El portero brasileño está vendido. El balón me llega a la altura del pecho, y es tiempo para el adorno y la gloria: me volteo de espaldas y la clavo de chilena con la pierna derecha. El balón atraviesa la portería, la grada, las vidas de la gente, y el estadio es la gran almohada en la que construyo el sueño. Mis amigos me abrazan, la afición llora, María José me lanza un beso desde la tribuna, el mundo a nuestros pies.

Lo dijo Benedetti mucho antes y mucho mejor que yo:
“Nunca se lo he confesado a nadie, dijo Benja pocos días más tarde mientras desayunaban en la cocina, pero a vos quiero contártelo. Tengo sueños, ¿sabés? Todos tenemos, dijo Ale. Sí, pero los míos son sueños de fútbol.”

miércoles, 24 de febrero de 2010

BRUJAS


A Loli, Raúl y por supuesto, María José, que lograron sacarme de casa

Ni la dulzona propaganda que la define como lugar sacado de un cuento de hadas ni el recuerdo etéreo que deja en la memoria del turista hacen justicia a Brujas, una ciudad que debe su nombre en castellano a una confusión babélica (Brugge en flamenco significa “puentes”), y su idiosincrasia a un trabajoso empeño de la naturaleza: un proceso de sedimentación cortó para siempre su salida al mar. Brujas, reconcentrada en sí misma, sin rastro del confeti de los tiempos en que fue una potencia comercial de primer orden, permaneció entre brumas durante siglos, y necesitó del ultraje de George Rodenbach para volver a ser visible. Rodenbach escribió hacia finales del XIX una obra titulada “Brujas la muerta”, expresión de lo que la ciudad fue y nunca más sería de no haber sido por el paradójico efecto que el libro causó: el redescubrimiento, para asombro de todos, de una Brujas víctima de la desmemoria, anclada en el Medievo y ataviada de maquillaje neogótico por todos los rincones.
Brujas, como puede verse, es la feliz consecuencia de varios despropósitos, y quizás algo -tal vez mucho- de su envoltorio romántico se deba a la suma de ellos. En este sentido, la prefiero a Roma y París, orquestadas artificialmente para el deslumbramiento y el pavoneo turístico. En Roma, uno tiene la impresión de que esta ciudad no se ha resignado aún, después de tantos siglos, al hecho histórico de que ya no es capital de un Imperio, y ha seguido, desde su caída, regalándose elogios en forma de ampulosas fuentes, iglesias fundadas sobre histriónicas leyendas y avenidas y calles en las que la presencia de policías parece ser proporcional a la pujanza del caos. Por su parte, los atributos de Paris son molestamente cuantificables: la ciudad más grande, las avenidas más anchas, los museos más, los palacios más, las tiendas más…Paris padece un complejo en el que el tamaño sí cuenta, y por eso su mayor símbolo es un inmenso falo de hierro.
Quedamos en que Brujas es otra cosa: casitas con tejados a dos aguas, frentes triangulares escalonados y ladrillos viejos; iglesias pequeñas aptas para el recogimiento; un museo en el que iba buscando por error a Magritte y descubrí a Delvaux; la tentación a cada dos pasos disfrazada de chocolate; las cazuelas de mejillones en una terraza del Markt con calefactores; un paseo de otoño entre árboles de postal (luego supe que eran sauces) hasta el Minnewater (Lago del amor), que podemos tomar por el lado poético, arrojando una moneda a cambio de un deseo, o por el lado prosaico, dragando el fondo del lago para terminar con la crisis económica. En la pequeña Brujas cabe todo.
Las agencias de viajes, aquejadas de sensacionalismo publicitario, afirman que Brujas es conocida como la Venecia del Norte. También hay quién afirma, maliciosamente, que Venecia debiera ser conocida como la Brujas del Sur. No son, desde luego, dos ciudades que se miren en un espejo, y si bien la comparación obedece a la obviedad de que ambas tienen canales, puede decirse que los tienen de forma muy distinta: en Brujas, los canales son un regalo, una dádiva del mar; en Venecia, los canales son el mismo mar. Brujas es a la imaginación lo que Venecia es a la fantasía: la primera tal vez pueda llegar a ser concebida por una mente fértil; la segunda, la increíble Venezia, únicamente permite ser soñada.

viernes, 12 de febrero de 2010

COSAS DE LA LITERATURA

La vida imita al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida. La frase se atribuye a Oscar Wilde, muy dado a los epigramas y con un conocido gusto por lo sentencioso. No faltan ejemplos ni razones que la respalden: hay quien afirma que jamás hubo niebla en Londres antes de que William Turner pintase sus cuadros.

La cosa viene del siglo XVIII, y tiene por responsable al alemán Gotthold Ephraim Lessing. Fue muchas cosas en muy poco tiempo, y su vida abarca cientos de vidas de cualquier otro hombre: poeta, médico, ensayista, teólogo, periodista, dramaturgo, filósofo y bibliotecario, Lessing fue una consecuencia de la Ilustración, como tal vez Leonardo fue una consecuencia del Renacimiento. Hoy nos quedamos con el dramaturgo, autor de Nathan el Sabio, obra de teatro que nos traslada a un lugar, Jerusalén, y a una época, la de las cruzadas. La historia gira en torno a los desencuentros entre un judío, un cristiano y un musulmán, y como gracias a la tolerancia, el diálogo, el amor y la confraternización, estos personajes son capaces de alcanzar una existencia en armonía, más allá de cualquier fanatismo religioso. Al fin y al cabo, no dejaban de creer en un mismo Dios vestido con distintos ropajes.

En el siglo XXI, José Luis Rodríguez Zapatero emerge como el padre de la Alianza de Civilizaciones. Es probable que Zapatero conozca a Lessing; algo más probable es que no haya leído nunca “Nathan El Sabio”. Zapatero no es consecuencia de la Ilustración, ni tampoco tenemos aún plena certeza de qué inimaginable desastre terminará siendo causa. No le vendría mal quedarse con un poco de la inquietud intelectual que mostró Lessing, pero lo que seguro no le vendría mal es quedarse con mucho del pragmatismo alemán, más que nada por las incómodas colas que se forman en el INEM y por lo malito que anda el PIB.

sábado, 6 de febrero de 2010

Sobre ausencias, retornos, la democratización del arte de la escritura, nazis, judíos y las razones que me llevan a no escribir un libro

De nuevo aquí, en público, con las vergüenzas al aire, cayéndoseme los trozos de misterio que tanto me cuestan coleccionar en mis ausencias, exponiendo el impagable prestigio del escritor que no escribe, convirtiendo la aristotélica potencia en un acto infame y tan poco juicioso como el de escribir naderías en estos vertederos de la red que, a falta de algo mejor, fueron nominados con anglicismos como blog y post.
Los blogs encuentran su acomodo, justificación y asiento en un axioma menos atacable por su evidente falta de lógica que por el romanticismo que exuda: la idea de que todo el mundo puede publicar. La publicación de un texto es lo máximo para un escritor. Presupone que lo escrito, cuanto menos, ha sido previamente filtrado por alguien distinto de él mismo. En un blog, el único filtro es el del propio autor. Cosas de filtros, y de ensanchamientos. Antes de la aparición de la imprenta, el modo habitual de supervivencia y difusión de una obra era que ésta fuese considerada lo suficientemente importante como para ser copiada; trabajo el del copista arduo y de una exigencia física que no convendría pasar por alto, ya que podían tardar meses en terminar la copia de un libro. Desde luego, encontrarse con los tercetos encadenados de Dante hacía el trabajo más placentero. Luego viene Gutenberg y la imprenta, y el filtro comienza a ensancharse: una obra puede ser ampliamente difundida, aunque al coste físico de los copistas le sucede el coste económico que esta nueva forma de difusión conlleva, y como todo coste económico, la impresión y distribución de un libro exige un rédito para aquél que decide, con riesgo, publicarlo. Y, en fin, el filtro hoy día, con la aparición de internet y los blogs, se reduce al pudor del autor, y sobre todo, a la ausencia de pudor. Acúsenme de purista: hemos pasado, felices todos, del escritor que escribe al blogger que postea.
Lo del filtro no es cuestión baladí (palabra ésta que nunca pareció existir antes de Borges). Hoy día el lector debe convertirse en un arqueólogo, rebuscar en la bloggesfera (otra palabra horrorosa) e introducirse con paciencia en estos sumideros literarios hasta dar con un autor de su gusto, tareas que reclaman un adiestramiento del que adolecemos. No estamos habituados a elegir lo que queremos leer; o precisando un poco más, nuestras elecciones se circunscriben, mayoritariamente, a escoger entre los libros que la industria nos ofrece. Requiere cierto esfuerzo ir más allá del fenómeno editorial del momento, más que nada por falta de interés, de tiempo y de ganas. Así, se da la paradoja de que, una vez suprimidos los filtros en internet vía blogs, nos entregamos al interés empresarial, político, económico o social a la hora de escoger nuestras lecturas impresas. No es tan complejo hacer que el lector se incline por un libro antes que por otro. Pongamos el caso de “Si esto es un hombre”, de Primo Levi. Se trata de un libro conocido, pero no de un best-seller de corte popular, si nos atenemos al número de ejemplares que pueden verse en los estantes de las grandes superficies. Es éste un libro escrito con un estilo directo, elegante, sin barroquismos, inteligible, desnudo, casi sin artificios, absolutamente desafectado y maravilloso casi siempre, a salvo de su aterrador contenido: las casi palpables penurias de Levi en Auschwitz, como prisionero judío. Existen muchos libros sobre el holocausto, pero pocos como Levi reunían las condiciones de testigo y literato, esta última aplicada en el sentido menos despectivo del término. ¿Por qué un libro así no se vende a mansalva?. Convertir “Si esto es un hombre” en un best seller es algo sencillo. Basta el apoyo desinteresado de los medios de comunicación, cuatro frases en la portada del tipo “La increíble historia de un hombre maltratado por el odio nazi”, o bien “Levi te emocionará”, unido a un par de extractos de reseñas críticas de diarios o suplementos literarios, más o menos algo como “El libro del año (The New York Magazine)”; todo ello sumado a su correspondiente película americana en fase de post-producción, y si es posible, promoción navideña del libro. Creo entender que no se hace por razones que poco tienen que ver con la literatura: Levi es judío, pero no pone el énfasis en mostrar qué atrocidades padecieron los judíos en manos de los nazis, no habla de lo que un nazi fue capaz de hacer a un judío, sino de lo que unos hombres fueron capaces de hacer a otros hombres; el papel de víctima de un pueblo queda en el margen del río, conformando el caudal el propio mal reconcentrado en sí mismo, prescindiendo de toda causa o justificación aparente. Todos sabemos acerca de la importancia, respeto y vínculos actuales de los EEUU con el pueblo judío. “SI esto es un hombre” sería, sin duda, un libro del gusto de una inmensidad de lectores, pero la condición de pueblo-víctima queda un poco desdibujada en esta obra. Hace falta algo más de resignación literaria, de poses melodramáticas, de adocenamiento lingüístico, de cierta infantilización del género, de efectismo visual y de atavismo narrativo para que “Si esto es un hombre” deje paso a “El niño con el pijama de rayas”. Cuestión de marketing y de una falta de atrevimiento no solo literario, sino también histórico, el mismo atrevimiento y coraje cívico que hace falta para afirmar que la Segunda Guerra Mundial no es sólo responsabilidad de un lunático como Hitler, sino también del resentimiento francés que exhala por sus cuatro costados el Tratado de Versalles, machacando innecesariamente a Alemania.
El caso es que vuelvo a escribir, y a estas alturas ya estarán mis pocos lectores arrepentidos de ello. Mis amigos tienen blogs, y disfruto muchísimo con ellos, ya que poseen virtudes de las que yo carezco: constancia, esfuerzo, ilusión, compromiso, personalidad. Los que me conocen ya están pensando que este blog tiene fecha de caducidad; esta vez trataré de llevarles la contraria, de fijarme metas a corto plazo, de ser disciplinado y de, cuando flaquee, leer a Paulo Coelho, y así reunir fuerzas para seguir escribiendo. Una vez Pérez-Reverte se planteó dejar su columna dominical del suplemento “El Semanal”. Le trasladó al director que ya no sabía acerca de qué escribir, que llevaba años con esa columna y tenía la sensación de haber dicho todo lo que tenía que decir. Entonces el director le recomendó que, si no sabía qué escribir, leyese a Paulo Coelho, que también publicaba en ese suplemento. Pérez-Reverte lo hizo, y desde entonces seguimos disfrutando de su columna. La lectura de Proust puede resultar invalidante para llegar a ser escritor; la de Paulo es altamente estimulante. Como la de Antonio Gala. Como la de Lucía Etxebarria.
Trataré, pues, de no aplicarme mi filtro, que es absolutamente implacable. Soy muchísimo mejor lector que escritor. Me eduqué en la lectura de autores que me han hecho, por fortuna, conscientes de mi absoluta falta de talento para escribir un buen libro. Por eso no lo hago. Escribir un libro, aunque sea un mal libro, requiere un gran esfuerzo, y más prescindiendo de “negros” literarios. Si me animo a hacerlo, es para escribir un gran libro, que recompense ese esfuerzo: si se sueña, se sueña a lo grande, y yo no estoy a la altura de mis sueños. Tampoco tengo la disciplina y voluntad que hacen falta, ya lo he dicho. Y, no nos engañemos, no me gusta tanto escribir, actividad que me genera menos placer que estrés (este post me va a costar un Valium de 10 mg). Por último, yo soy muy puta, y no me apetece escribir gratis.
El resultado de toda esta diatriba es un post, y mi regreso definitivo. O sea, que escribo, paso mi filtro y publico. Y todo porque, al fin y al cabo, yo sí tengo un rasgo puro de artista: el ser alguien profundamente contradictorio y caprichoso.
Y vosotros, queridos, los seguidores, los comentaristas, sean indulgentes con el autor. Ni poco ni mucho, todo en su justa medida. Lo que distingue un blog de otro es la calidad de sus seguidores, y no la cantidad de los mismos. En vuestras manos quedo.