miércoles, 24 de febrero de 2010

BRUJAS


A Loli, Raúl y por supuesto, María José, que lograron sacarme de casa

Ni la dulzona propaganda que la define como lugar sacado de un cuento de hadas ni el recuerdo etéreo que deja en la memoria del turista hacen justicia a Brujas, una ciudad que debe su nombre en castellano a una confusión babélica (Brugge en flamenco significa “puentes”), y su idiosincrasia a un trabajoso empeño de la naturaleza: un proceso de sedimentación cortó para siempre su salida al mar. Brujas, reconcentrada en sí misma, sin rastro del confeti de los tiempos en que fue una potencia comercial de primer orden, permaneció entre brumas durante siglos, y necesitó del ultraje de George Rodenbach para volver a ser visible. Rodenbach escribió hacia finales del XIX una obra titulada “Brujas la muerta”, expresión de lo que la ciudad fue y nunca más sería de no haber sido por el paradójico efecto que el libro causó: el redescubrimiento, para asombro de todos, de una Brujas víctima de la desmemoria, anclada en el Medievo y ataviada de maquillaje neogótico por todos los rincones.
Brujas, como puede verse, es la feliz consecuencia de varios despropósitos, y quizás algo -tal vez mucho- de su envoltorio romántico se deba a la suma de ellos. En este sentido, la prefiero a Roma y París, orquestadas artificialmente para el deslumbramiento y el pavoneo turístico. En Roma, uno tiene la impresión de que esta ciudad no se ha resignado aún, después de tantos siglos, al hecho histórico de que ya no es capital de un Imperio, y ha seguido, desde su caída, regalándose elogios en forma de ampulosas fuentes, iglesias fundadas sobre histriónicas leyendas y avenidas y calles en las que la presencia de policías parece ser proporcional a la pujanza del caos. Por su parte, los atributos de Paris son molestamente cuantificables: la ciudad más grande, las avenidas más anchas, los museos más, los palacios más, las tiendas más…Paris padece un complejo en el que el tamaño sí cuenta, y por eso su mayor símbolo es un inmenso falo de hierro.
Quedamos en que Brujas es otra cosa: casitas con tejados a dos aguas, frentes triangulares escalonados y ladrillos viejos; iglesias pequeñas aptas para el recogimiento; un museo en el que iba buscando por error a Magritte y descubrí a Delvaux; la tentación a cada dos pasos disfrazada de chocolate; las cazuelas de mejillones en una terraza del Markt con calefactores; un paseo de otoño entre árboles de postal (luego supe que eran sauces) hasta el Minnewater (Lago del amor), que podemos tomar por el lado poético, arrojando una moneda a cambio de un deseo, o por el lado prosaico, dragando el fondo del lago para terminar con la crisis económica. En la pequeña Brujas cabe todo.
Las agencias de viajes, aquejadas de sensacionalismo publicitario, afirman que Brujas es conocida como la Venecia del Norte. También hay quién afirma, maliciosamente, que Venecia debiera ser conocida como la Brujas del Sur. No son, desde luego, dos ciudades que se miren en un espejo, y si bien la comparación obedece a la obviedad de que ambas tienen canales, puede decirse que los tienen de forma muy distinta: en Brujas, los canales son un regalo, una dádiva del mar; en Venecia, los canales son el mismo mar. Brujas es a la imaginación lo que Venecia es a la fantasía: la primera tal vez pueda llegar a ser concebida por una mente fértil; la segunda, la increíble Venezia, únicamente permite ser soñada.

viernes, 12 de febrero de 2010

COSAS DE LA LITERATURA

La vida imita al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida. La frase se atribuye a Oscar Wilde, muy dado a los epigramas y con un conocido gusto por lo sentencioso. No faltan ejemplos ni razones que la respalden: hay quien afirma que jamás hubo niebla en Londres antes de que William Turner pintase sus cuadros.

La cosa viene del siglo XVIII, y tiene por responsable al alemán Gotthold Ephraim Lessing. Fue muchas cosas en muy poco tiempo, y su vida abarca cientos de vidas de cualquier otro hombre: poeta, médico, ensayista, teólogo, periodista, dramaturgo, filósofo y bibliotecario, Lessing fue una consecuencia de la Ilustración, como tal vez Leonardo fue una consecuencia del Renacimiento. Hoy nos quedamos con el dramaturgo, autor de Nathan el Sabio, obra de teatro que nos traslada a un lugar, Jerusalén, y a una época, la de las cruzadas. La historia gira en torno a los desencuentros entre un judío, un cristiano y un musulmán, y como gracias a la tolerancia, el diálogo, el amor y la confraternización, estos personajes son capaces de alcanzar una existencia en armonía, más allá de cualquier fanatismo religioso. Al fin y al cabo, no dejaban de creer en un mismo Dios vestido con distintos ropajes.

En el siglo XXI, José Luis Rodríguez Zapatero emerge como el padre de la Alianza de Civilizaciones. Es probable que Zapatero conozca a Lessing; algo más probable es que no haya leído nunca “Nathan El Sabio”. Zapatero no es consecuencia de la Ilustración, ni tampoco tenemos aún plena certeza de qué inimaginable desastre terminará siendo causa. No le vendría mal quedarse con un poco de la inquietud intelectual que mostró Lessing, pero lo que seguro no le vendría mal es quedarse con mucho del pragmatismo alemán, más que nada por las incómodas colas que se forman en el INEM y por lo malito que anda el PIB.

sábado, 6 de febrero de 2010

Sobre ausencias, retornos, la democratización del arte de la escritura, nazis, judíos y las razones que me llevan a no escribir un libro

De nuevo aquí, en público, con las vergüenzas al aire, cayéndoseme los trozos de misterio que tanto me cuestan coleccionar en mis ausencias, exponiendo el impagable prestigio del escritor que no escribe, convirtiendo la aristotélica potencia en un acto infame y tan poco juicioso como el de escribir naderías en estos vertederos de la red que, a falta de algo mejor, fueron nominados con anglicismos como blog y post.
Los blogs encuentran su acomodo, justificación y asiento en un axioma menos atacable por su evidente falta de lógica que por el romanticismo que exuda: la idea de que todo el mundo puede publicar. La publicación de un texto es lo máximo para un escritor. Presupone que lo escrito, cuanto menos, ha sido previamente filtrado por alguien distinto de él mismo. En un blog, el único filtro es el del propio autor. Cosas de filtros, y de ensanchamientos. Antes de la aparición de la imprenta, el modo habitual de supervivencia y difusión de una obra era que ésta fuese considerada lo suficientemente importante como para ser copiada; trabajo el del copista arduo y de una exigencia física que no convendría pasar por alto, ya que podían tardar meses en terminar la copia de un libro. Desde luego, encontrarse con los tercetos encadenados de Dante hacía el trabajo más placentero. Luego viene Gutenberg y la imprenta, y el filtro comienza a ensancharse: una obra puede ser ampliamente difundida, aunque al coste físico de los copistas le sucede el coste económico que esta nueva forma de difusión conlleva, y como todo coste económico, la impresión y distribución de un libro exige un rédito para aquél que decide, con riesgo, publicarlo. Y, en fin, el filtro hoy día, con la aparición de internet y los blogs, se reduce al pudor del autor, y sobre todo, a la ausencia de pudor. Acúsenme de purista: hemos pasado, felices todos, del escritor que escribe al blogger que postea.
Lo del filtro no es cuestión baladí (palabra ésta que nunca pareció existir antes de Borges). Hoy día el lector debe convertirse en un arqueólogo, rebuscar en la bloggesfera (otra palabra horrorosa) e introducirse con paciencia en estos sumideros literarios hasta dar con un autor de su gusto, tareas que reclaman un adiestramiento del que adolecemos. No estamos habituados a elegir lo que queremos leer; o precisando un poco más, nuestras elecciones se circunscriben, mayoritariamente, a escoger entre los libros que la industria nos ofrece. Requiere cierto esfuerzo ir más allá del fenómeno editorial del momento, más que nada por falta de interés, de tiempo y de ganas. Así, se da la paradoja de que, una vez suprimidos los filtros en internet vía blogs, nos entregamos al interés empresarial, político, económico o social a la hora de escoger nuestras lecturas impresas. No es tan complejo hacer que el lector se incline por un libro antes que por otro. Pongamos el caso de “Si esto es un hombre”, de Primo Levi. Se trata de un libro conocido, pero no de un best-seller de corte popular, si nos atenemos al número de ejemplares que pueden verse en los estantes de las grandes superficies. Es éste un libro escrito con un estilo directo, elegante, sin barroquismos, inteligible, desnudo, casi sin artificios, absolutamente desafectado y maravilloso casi siempre, a salvo de su aterrador contenido: las casi palpables penurias de Levi en Auschwitz, como prisionero judío. Existen muchos libros sobre el holocausto, pero pocos como Levi reunían las condiciones de testigo y literato, esta última aplicada en el sentido menos despectivo del término. ¿Por qué un libro así no se vende a mansalva?. Convertir “Si esto es un hombre” en un best seller es algo sencillo. Basta el apoyo desinteresado de los medios de comunicación, cuatro frases en la portada del tipo “La increíble historia de un hombre maltratado por el odio nazi”, o bien “Levi te emocionará”, unido a un par de extractos de reseñas críticas de diarios o suplementos literarios, más o menos algo como “El libro del año (The New York Magazine)”; todo ello sumado a su correspondiente película americana en fase de post-producción, y si es posible, promoción navideña del libro. Creo entender que no se hace por razones que poco tienen que ver con la literatura: Levi es judío, pero no pone el énfasis en mostrar qué atrocidades padecieron los judíos en manos de los nazis, no habla de lo que un nazi fue capaz de hacer a un judío, sino de lo que unos hombres fueron capaces de hacer a otros hombres; el papel de víctima de un pueblo queda en el margen del río, conformando el caudal el propio mal reconcentrado en sí mismo, prescindiendo de toda causa o justificación aparente. Todos sabemos acerca de la importancia, respeto y vínculos actuales de los EEUU con el pueblo judío. “SI esto es un hombre” sería, sin duda, un libro del gusto de una inmensidad de lectores, pero la condición de pueblo-víctima queda un poco desdibujada en esta obra. Hace falta algo más de resignación literaria, de poses melodramáticas, de adocenamiento lingüístico, de cierta infantilización del género, de efectismo visual y de atavismo narrativo para que “Si esto es un hombre” deje paso a “El niño con el pijama de rayas”. Cuestión de marketing y de una falta de atrevimiento no solo literario, sino también histórico, el mismo atrevimiento y coraje cívico que hace falta para afirmar que la Segunda Guerra Mundial no es sólo responsabilidad de un lunático como Hitler, sino también del resentimiento francés que exhala por sus cuatro costados el Tratado de Versalles, machacando innecesariamente a Alemania.
El caso es que vuelvo a escribir, y a estas alturas ya estarán mis pocos lectores arrepentidos de ello. Mis amigos tienen blogs, y disfruto muchísimo con ellos, ya que poseen virtudes de las que yo carezco: constancia, esfuerzo, ilusión, compromiso, personalidad. Los que me conocen ya están pensando que este blog tiene fecha de caducidad; esta vez trataré de llevarles la contraria, de fijarme metas a corto plazo, de ser disciplinado y de, cuando flaquee, leer a Paulo Coelho, y así reunir fuerzas para seguir escribiendo. Una vez Pérez-Reverte se planteó dejar su columna dominical del suplemento “El Semanal”. Le trasladó al director que ya no sabía acerca de qué escribir, que llevaba años con esa columna y tenía la sensación de haber dicho todo lo que tenía que decir. Entonces el director le recomendó que, si no sabía qué escribir, leyese a Paulo Coelho, que también publicaba en ese suplemento. Pérez-Reverte lo hizo, y desde entonces seguimos disfrutando de su columna. La lectura de Proust puede resultar invalidante para llegar a ser escritor; la de Paulo es altamente estimulante. Como la de Antonio Gala. Como la de Lucía Etxebarria.
Trataré, pues, de no aplicarme mi filtro, que es absolutamente implacable. Soy muchísimo mejor lector que escritor. Me eduqué en la lectura de autores que me han hecho, por fortuna, conscientes de mi absoluta falta de talento para escribir un buen libro. Por eso no lo hago. Escribir un libro, aunque sea un mal libro, requiere un gran esfuerzo, y más prescindiendo de “negros” literarios. Si me animo a hacerlo, es para escribir un gran libro, que recompense ese esfuerzo: si se sueña, se sueña a lo grande, y yo no estoy a la altura de mis sueños. Tampoco tengo la disciplina y voluntad que hacen falta, ya lo he dicho. Y, no nos engañemos, no me gusta tanto escribir, actividad que me genera menos placer que estrés (este post me va a costar un Valium de 10 mg). Por último, yo soy muy puta, y no me apetece escribir gratis.
El resultado de toda esta diatriba es un post, y mi regreso definitivo. O sea, que escribo, paso mi filtro y publico. Y todo porque, al fin y al cabo, yo sí tengo un rasgo puro de artista: el ser alguien profundamente contradictorio y caprichoso.
Y vosotros, queridos, los seguidores, los comentaristas, sean indulgentes con el autor. Ni poco ni mucho, todo en su justa medida. Lo que distingue un blog de otro es la calidad de sus seguidores, y no la cantidad de los mismos. En vuestras manos quedo.